2. El presagio
11/18/20254 min read
Mi tía Meme siempre fue un ser extraordinario. Mis abuelos partieron demasiado pronto y, sin buscarlo, ella ocupó ese lugar de tía abuela cálida y amorosa que nunca faltaba. Nuestro vínculo era singular, profundo, como si viniera de mucho antes de llegar aquí. Algo que la mente pudo olvidar, pero que el corazón y el alma reconocían sin duda.


El amor devoto que sentía por mí y por mis hermanos es imposible de poner en palabras, y nosotros lo recibíamos y devolvíamos con la misma hondura. Desde los 18 años he vivido fuera de España y, cada vez que volvía, lo primero que hacía al dejar la maleta era ir a verla. Casi siempre sin avisar. Ella abría la puerta con esa mezcla de sorpresa y felicidad que solo tienen quienes aman sin medida. Le brillaban los ojos y lanzaba una carcajada que llenaba la casa. “Estás un poco loca”, me decía siempre; pero, en verdad, la auténtica loquilla era ella. Reíamos a carcajadas. Tenía un humor travieso, un espíritu inquebrantable y una energía que desbordaba su escaso metro de estatura. Su casa, pequeñita como ella, parecía hecha a su medida —entenderán más adelante por qué ese detalle de lo “pequeñito” importa—.


Durante todos mis años de expatriada, tía Meme me llamaba casi cada semana desde su teléfono fijo. Siempre conectadas. Incluso llegó a viajar en avión para asistir a mi graduación en 2014. Cuando sonaba el teléfono y veía su nombre en la pantalla, sentía una mezcla de seguridad, amor y plenitud. Pero la edad no perdonaba, y en 2022 ya iba camino de los 96. Hacía tiempo que no se atrevía a salir sola; el equilibrio le fallaba y le daba miedo caerse y no poder levantarse.
Aquel verano, una mañana me desperté con un nudo inexplicable. Fui a la cocina y le dije a mi madre:
—No quiero que tía Meme se muera.
—Ya lo sé, chiquitina, pero es ley de vida —me respondió con ternura.
Aquello me desgarraba. ¿Quién sería yo sin la figura de tía Meme? ¿Por qué amanecí con esa idea clavada en el pecho?
En septiembre viajé a España. La encontré algo más cansada, más apagada. Entre septiembre y octubre, mi madre me comentó un día: “En Navidad voy a cocinar la menestra de tía Meme”. Era un plato sencillo, pero nada navideño… Lo que no sabíamos es que ese invierno la estaríamos honrando, y la vida ya nos iba preparando.
El 10 de octubre, tía Meme me llamó. Yo estaba ocupada y le dije que la llamaría esa semana con calma. “Bueno, pero llámame, ¿eh? No te olvides”. Me sorprendió ese ruego, nunca me pedía que la llamase. ¿Intuía algo? En su voz había un matiz extraño, como un presentimiento.
Su vida no había sido fácil. Hija de la Guerra Civil, huérfana demasiado pronto, como sus otras tres hermanas. Salió adelante con una fuerza admirable. Emigró sola a Londres sin saber inglés, con apenas “dos pesetas” en el bolsillo. Trabajó más de veinte años haciendo camas en hoteles, enviando dinero a España, y con su esfuerzo logró comprarse aquella casita que sería nuestro punto de encuentro cada domingo.
A veces me decía: “Yo no quiero morir, claro que no. Pero si pudiera elegir… preferiría no haber nacido”. Sus palabras dolían, pero comprendía el peso que cargaba: una infancia de orfandad y penurias, pero que, sin embargo, nunca apagó su inmensa capacidad de amar. Donaba a los pobres, apadrinaba a niños… y a nosotros nos quiso como si fuéramos sus nietos.


El 15 de octubre fui a montar en bici con mi pareja de ese entonces. Presenciamos la fuerte caída de un ciclista y ayudamos a atenderlo. De regreso a casa, justo al entrar, sentí un impulso irrefrenable: debía llamar a tía Meme.
—Tía Meme, soy yo, Diana, te dije que te llamaría.
La conversación fue breve, pero extrañamente íntima. Compartimos un secreto, uno de esos que solo se confían cuando el alma reconoce algo. Nos dijimos cuánto nos queríamos. Las palabras más hermosas que jamás nos habíamos dicho. Sin saberlo, estábamos pronunciando una despedida.
Al día siguiente, el 16, fui a la montaña con dos amigos. Durante la comida les enseñé muchas fotos de ella, conté anécdotas… ¿por qué? Era como si una fuerza suave me empujara a traerla al presente, a honrarla antes de tiempo. Luego, caminando por los prados, uno de mis amigos tropezó y cayó. Otra caída, otro aviso.
El 18 de octubre de 2022, mientras teletrabajaba en casa, sonó el teléfono. Era mi madre.
—Se ha muerto tía Meme.
Había tropezado en su propia casa.
Recuerdo que fui al salón, caí de rodillas sobre la alfombra y lloré repitiendo su nombre. Luego hubo un largo silencio y tenía la sensación de estar flotando en el vacío. Tuve un momento de claridad y supe de pronto que no se había ido del todo. Cuando las lágrimas se agotaron, aún de rodillas, miré al cielo y pregunté:
—¿A dónde has ido?
No habría podido imaginarme ni por un solo segundo que aquella pregunta lanzada al cielo desencadenaría un río de respuestas que cambiarían mi rumbo…
