5. Números
12/26/20258 min read


El tanatorio fue el día 19 y el entierro el 20. Un mes antes de tu cumpleaños. Habrías cumplido 96 años el 20 de noviembre.


Un día 20 nacías en un pequeño avatar humano para vivir una experiencia efímera en la densa materia, y otro día 20 alzabas el vuelo hacia la casa eterna. Como si los ciclos se cerraran con una precisión sagrada, como si el tiempo supiera exactamente cuándo abrir y cuándo cerrar la puerta.
El fin de semana del 15 y 16 de octubre había empezado y terminado, de un atracón, la serie de Netflix Las de la última fila. Quedé obsesionada con su banda sonora. Todas esas canciones me acompañaron durante todo el duelo de tía Meme. Y cada vez que hoy las escucho, me transportan de inmediato a esos días, pero no con tristeza, sino con una alegría suave y profunda, atravesada por el amor inmenso que siento hacia ese ser humano extraordinario que me dio tanto amor.
Poco tiempo después leí una frase de Tyler Henry que se grabó en mí como un mandato del alma: “Honra a tus seres queridos a través de tus acciones. Ofrece el amor que te dieron a quien lo necesita y transmite lo que te enseñaron a quienes nunca llegarán a conocerlos”. Y ahí hice una promesa silenciosa. Te honro, honro tu vida y te quiero desde siempre y por siempre, tía Meme.
El día que volaba a Madrid hubo vendaval. Relámpagos y truenos golpeaban el cielo tras la ventanilla. Una tormenta feroz. El avión se movía, la gente gritaba. Yo sentía las bajadas repentinas de altitud, las turbulencias, el estómago revuelto… pero no tenía miedo. Mi cuerpo estaba allí, suspendido en el aire, pero mi mente estaba en otro lugar. Estaba buscándote en la letra de las canciones: Llorando por ti, El fin del mundo, Titubeas, Qué nos va a pasar, o la maravillosa Cromo y Platino:“…si tú saltas, yo salto…”.
Y como en Cromo y Platino, saltaste, y salté contigo. Porque si tú saltabas, yo también. Y así empezó el viaje en el tiempo. Qué viaje sensacional. Un viaje de amor incondicional.
Sin darme cuenta, había aterrizado. Al salir del aeropuerto me recogió mi padre. Tenía semblante de preocupación. Lo había pasado francamente mal por mí al ver aquella tormenta y aquel viento huracanado.
Apenas estuve un día y medio: lo justo para asistir al tanatorio y al entierro.
Cuando vi bajar el ataúd a aquel hoyo, y las palas arrojando tierra encima, pensé: “la tierra se devuelve a la tierra”. El traje prestado volvía a su origen. Pero a la portadora la sentía cerca de nosotros, observándose también desde arriba, desapegándose del disfraz. Tiramos las cintas con los mensajes y las flores dentro. Pero mi tía E. metió la mano rápidamente y logró alcanzar una rosa blanca, que me dio. La guardé en el bolsillo de mi abrigo. Aquella rosa sería, más tarde, protagonista de nuestro reencuentro.


La misa del funeral estaba prevista para el día 22, pero yo ya no estaría. Un 22 sería… 22.
De regreso en suelo alpino, todo se sentía distinto. Te echaba tanto de menos. Miraba una y otra vez la última llamada tuya en mi teléfono, intentando traer ese instante de vuelta al presente. Pasaron los días, pasaron las semanas. Yo seguía con mi duelo interno. Con mis canciones. Volando con la mente.
Hasta que empezaron los números.
Entre octubre y noviembre de 2022, el 22 se instaló en el tiempo. Cada vez que miraba el reloj, ahí estaba. Incluso cuando mi entonces pareja me preguntaba la hora, no hubo ni una sola vez en que la respuesta no lo contuviera. Ella acabó asombrada, y casi inquieta, ante la reiteración de aquella rareza. Yo, sin embargo, lo sentía como un guiño mágico. Empecé a ver el 22 a todas horas, todos los días: en el reloj —22, 22:02, 20:22—, en los carteles de la calle, en cualquier parte. ¿Qué clase de coincidencia tan extraña y poderosa era aquella?
Más tarde comprendería que no se trataba de una coincidencia, sino de una sincronicidad. Algo que he aprendido en estos tres años es que las coincidencias no existen, y que cuando son demasiado significativas, cuando los hechos adquieren un peso simbólico tan preciso, son sincronicidades: el Universo hablando a través de ellas.


Una noche, después del trabajo, volvió a suceder. Las 22:22.
—Pri, ¡no puede ser! ¡Otra vez el 22! No entiendo nada.
Entonces alcé la mirada, que atravesó las paredes de mi casa y se proyectó hacia el cielo nocturno. Y pregunté, dirigiéndome muy concretamente a ese alguien o algo:
¿Qué queréis de mí? ¿Qué me queréis decir?
Esa noche, en la madrugada, me desperté sobresaltada. Miré el móvil: eran las 2:22. No daba crédito. Y no sería la última vez. Comencé a despertarme a esas horas una y otra vez. Entré en un período de insomnio que duró varios meses. A veces a las 2:22, otras a las 3:33, a las 5:55…
¿Quién o qué buscaba mi atención? ¿Y cómo debía interpretarlo? No tenía ni la menor idea.
Decidí investigar. Leí, busqué en internet: “Qué significa ver horas repetidas”, “despertarse siempre a la misma hora de madrugada”. Quedé atónita con la cantidad de experiencias similares. No era la única. Así llegué a la numerología.
Descubrí que una de las principales herramientas de comunicación del Universo, Dios, la Fuente —y de “ellos”— con nosotros es a través de los números. Captan fácilmente nuestra atención y se convierten en mensajes o confirmaciones, según los significados asociados. Estaba descubriendo un mundo nuevo, y ya no habría vuelta atrás.


Los episodios numéricos se intensificaron. ¿Qué los había provocado? Tía Meme murió y, de pronto, todo aquello comenzó. Dicen que las pérdidas importantes encienden algo dentro de nosotros, nos activan, nos devuelven una parte olvidada. ¿Qué había olvidado yo? ¿Acaso me había olvidado yo de mi alma, y al recordar la tuya, empezaba a recordar la mía también?
Pregunté a mi familia por el 22, y la respuesta me sorprendió. Mi abuela Diana había nacido el 22 de junio. Y yo, su nieta Diana, había nacido el 2 de febrero: 2 del 2. De nuevo, 22. Descubrí también que tengo una marcada asociación con el 2222 según mi fecha de nacimiento: 2/2/[1+9+9+3=22], o “2/2/22”.
Empecé a estudiar numerología cartesiana, angelical… tenía sed de conocimiento y de entender lo que me estaba pasando. Años después comprendería que las sincronicidades numéricas y las secuencias concretas son portadoras de frecuencia, de vibración específica, y que sostienen patrones geométricos que conforman las distintas dimensiones de la realidad. Los números son, en esencia, vibración.
No es extraño, entonces, que el año que marcó mi despertar fuera 2022, o el año 222, si yo misma era 2222. ¿Era parte de un guion olvidado, del cual yo misma era la guionista?
Las secuencias numéricas tienen múltiples capas de sentido. En este Diario iremos desvelando algunas.
Durante meses estuve (o estuvieron) despertándome de madrugada a esas horas repetidas. Después, cuando comprendí e integré esos patrones y esa forma de comunicación, la actividad cesó y reuperé el sueño.


Pero hubo una noche que me marcó profundamente. Durante el sueño, resonaban una y otra vez unas palabras amorosas, envueltas en una sensación cálida que me arropaba y protegía:
“Eres amor dentro y fuera”. “Todo en tu cuerpo y fuera es amor.”
Desperté. Eran las 4:44.
Empecé a estudiar numerología cartesiana, angelical… tenía sed de conocimiento y de entender lo que me estaba pasando. Años después comprendería que las sincronicidades numéricas y las secuencias concretas son portadoras de frecuencia, de vibración específica, y que sostienen patrones geométricos que conforman las distintas dimensiones de la realidad. Los números son, en esencia, vibración.
Volví a investigar. El 444 está profundamente asociado a la presencia angelical, a entidades de luz que lo utilizan para indicar acompañamiento. Resulta imposible poner en palabras lo que sentí en ese sueño. Aquellas frases, esa presencia cercana que me susurraba y me arropaba, me ofrecían una información clave… que entonces aún no supe descifrar. Hoy sé que tenía que ver conmigo. Con lo que había comenzado a despertar en mí. Eso que todos llevamos dentro. Esa “chispa”…
Ángel viene del latín angelus, y este del griego ἄγγελος (angelos): “mensajero”. El ser alado es una representación simbólica de la mente humana. En los planos sutiles, nada tienen que ver las alas, pero al estar tan arraigada esta imagen en la psique colectiva, esas conciencias o energías no encarnadas que sostienen la coherencia entre planos se adaptan a nuestra percepción para que podamos reconocerlas. Así, las alas y las plumas se convertirían en las siguientes formas de señal.




En mi Diario, los referentes de la comunicación con otros planos son inevitablemente los que mi mente reconoce. Habiendo crecido en un entorno cristiano-católico, estas entidades de luz se manifestarán como ángeles mediante alas, plumas, nombres angélicos. No a través de figuras que mi cultura no identificaría, como los Devas del hinduismo o los Amesha Spenta del zoroastrismo —por citar dos ejemplos—, que probablemente sean expresiones análogas de la divinidad, o quizá, incluso aspectos complementarios de ella aún por comprender... todo es posible.
Y es que, en realidad, ni el significante ni el significado serán jamás la cosa designada. Son apenas un intento malogrado de describir, desde nuestro propio lente sesgado, una realidad indescriptible para nuestros sentidos limitados. Igual que decimos “Dios” para señalar un origen demasiado lejano y complejo como para ser comprendido. La primera emanación de luz. La primera vibración. El primer sonido. La fuente primordial. Un origen que se fractalizó para experimentarse a sí mismo en infinitas posibilidades.
Y nosotros… somos una de ellas.
